Un mar de ideas para tu viaje
Vacaciones alternativas descubriendo la otra isla
de Nino Sunseri
Postal de Motia y las salinas de la Reserva de Stagnone.
Según el escritor siciliano Gesualdo Bufalino, cuyo talento se descubrió demasiado tarde, la etimología (quizá imaginaria, pero igualmente sugestiva) del término “ínsula” es muy sencilla: procede de su condición geográfica, al estar las islas rodeadas por el mar y, por tanto, de sal, de la cual se alimentan. Y, en efecto, se mire por donde se mire, en Sicilia la sal aparece como una fuerza, una condición y un destino, económico, paisajístico y medioambiental.
Las vacaciones alternativas nos llevan a la Sicilia occidental, lejos de la mundanidad de Taormina, del barroco de Noto, solo con algún parecido con las largas playas de arena fina que frecuentaba el comisario Montalbano de Andrea Camilleri. Un panorama absolutamente uniforme en la frontera más meridional de Europa, donde los pueblos mediterráneos se han mezclado, encontrado y enfrentado desde la noche de los tiempos.
Estamos en Trapani, avanzando a paso lento por esa franja de tierra que sale de Marsala, la ciudad de los Camisas Rojas de Garibaldi, para combinar vino y sal. Aquí se encuentran las playas de San Teodoro y San Giuliano, de aguas celestes y arenas finas con vistas a las islas Egadas. Para llegar, hay que caminar por las salinas de la Reserva Natural de Stagnone. No es fácil llegar.
Uno se puede perder incluso utilizando Google Maps. Quizá el brillo de la sal bajo el sol siciliano también confunda a los algoritmos californianos. Para llegar, hay que orientarse siguiendo la geografía, manteniendo el monte Erice y el mar a la derecha, como hacían los guerreros (de Aníbal a los marines del general Patton), comerciantes como los fenicios, que dominaban el mar, y los griegos de las grandes colonias de Selinunte y Segesta… Hasta la dinastía de los Florio, los Leones de Sicilia, que a finales del siglo XIX hicieron brotar en la zona una riqueza sin parangón en Italia. Para llegar a las salinas, hay que ir recto, en dirección sur, entre un camino de tierra tomado por error y un desvío desconocido para el GPS. Además, la conexión a Internet parece cojear en varios sitios.
Al fin y al cabo, estamos entrando en un mundo antiguo e inmóvil. En el centro se encuentra la isla de Motia, tan pequeña en tamaño (40 hectáreas) como llena de historia: colonia fenicia en el siglo VIII a.C. e importante centro comercial en medio del Mediterráneo, conquistada y destruida por Siracusa en el 400 a.C., recuperada veinticinco siglos más tarde por Joseph Whitaker, exponente de una de esas dinastías anglosicilianas, como Woodhouse e Ingham, que habían desarrollado la producción de marsala. En 1802, el vino siciliano había entrado en el menú de la Flota del Mediterráneo, atrayendo capitales británicos al suroeste de Sicilia. La rica colonia británica favoreció en 1860 el desembarco de Garibaldi en el puerto de Marsala, bajo la vigilancia de dos cañoneras británicas.
En 1902, Motia vivió su apogeo más de dos milenios después de la derrota de los fenicios. Joseph Whitaker decidió construir su casa allí. Fue él quien sacó a la luz numerosos objetos históricos que hoy se conservan en el museo que lleva su nombre y que se encuentra en el que fue su hogar. Los fenicios eran hábiles artesanos, por lo que se pueden admirar cuencos, cristalerías, objetos con adornos metálicos, cerámicas, armas, joyas e incluso objetos sagrados; pero el hallazgo más famoso es el Joven de Motia, una estatua griega de mármol que también se conoce como “la estatua del misterio” y representa una ágil figura masculina. Se encontró en 1979, bajo un montón de arcilla, probablemente hecha para ocultarla.
De la gloriosa Historia pasada se conservan muestras de gran importancia: el famoso cothon, raro ejemplo de dársena de amarre púnica; la calzada sumergida, también púnica, utilizada hasta los años sesenta por los campesinos de Marsala que llegaban en carros a la isla desde tierra firme para la vendimia; el tofet, zona sagrada para los sacrificios humanos, donde aún es posible ver las urnas cinerarias, la necrópolis y los mosaicos.
En los alrededores de Motia se encuentran las salinas, con molinos utilizados para moler la sal. El preludio de la perfección. Un blanco descarado, prepotente y cegador. El blanco, junto con los rayos del sol, forma una poderosa combinación. Es imposible resistirse a la belleza de las Salinas de Trapani.
Los molinos y los depósitos de sal recrean el paisaje más increíble de todo el Mediterráneo. Merece la pena quedarse hasta la puesta de sol, entre montones de cristales blancos puestos a secar, molinos de viento y flamencos paseando por la orilla. El sol se refleja en las extensiones blancas, inundándolas de rosa, rojo y naranja. Pura magia.
Cristales de sal como el hielo. Una maravilla que solo se puede disfrutar al abrigo de unas gafas de sol si los rayos siguen siendo los de una tarde cálida y soleada. Sumérgete en esa riqueza porque hubo un tiempo en que la sal valía más que el oro. De hecho, el sueldo también se llama “salario”. «Vosotros sois la sal de la tierra», leemos en el Evangelio. Ni oro, ni diamantes. Sal. El bien más preciado, el oro blanco.
Está escrito incluso en los cuentos de hadas. Cuando el rey le pregunta a sus hijas cuánto le quieren, la tercera responde: «como un hombre adora la sal». Su padre la expulsa del castillo. Y, después de muchas vicisitudes, se encuentra en un banquete sin sal. Sin gusto, sin sabor. Finalmente comprende la profundidad y sabiduría de la respuesta de su hija y le pide perdón.
Recorrer la historia de la sal tiene un encanto intemporal. Redescubrir el sabor, el verdadero y auténtico sabor, es una experiencia casi catártica. Te das cuenta de que realmente es oro, porque es el resultado de un duro trabajo que se ha transmitido durante siglos.
Y porque brilla más que el oro auténtico, más que un diamante, cuando lo admiras apilado por esas interminables extensiones blancas.
Ph Credits: Istock.com/klapouch